Textos

El temple del paisajista

Juan Bosco Díaz Urmeneta, septiembre 2013



  • Si hemos de creer a ilustres viajeros, las montañas impulsan a salir de sí y a dejar en segundo plano los afanes que tejen el día a día. Petrarca, en el Mont Ventoux, se ve ante un espacio exterior inabarcable pero también frente a su propio interior, frente al conflicto entre el deseo de amor y fama, y sus convicciones cristianas. Leonardo, en el Monte Rosa, cree haber traspasado el umbral de las nubes y penetrado en el aire tenebroso, donde la luz, el fuego, llega sin tamiz del vapor de agua. Rousseau experimenta la unión directa con las cosas: una mirada gozosa en la que el pensamiento, ausente, no interfiere. Caspar David Friedrich en el Harz, los Montes de los Gigantes o los acantilados de Arkona deja que su pequeño yo se pierda en la gran naturaleza.
    Hoy, este desconcierto del paisaje es cada vez más desconocido. Fotos, filmaciones e incluso el propio senderismo franquean a la mirada el enclave natural más inaccesible pero obvian el esfuerzo y dejan que el cuerpo ignore la interpelación de la naturaleza. El aforismo de Henri Maldiney que define el paisaje como “el lugar sin lugar del ser perdido” es difícil de entender no sólo por su concisión, sino porque apenas nos sometemos al paisaje, esto es, a ese lugar que nos acoge pero no se nos entrega, y por ello, a la vez que nos atrae, nos desorienta: afina y multiplica la sensibilidad, pero se resiste al orden.
    El auténtico pintor de paisaje no se limita a poner ante los ojos panoramas, sino que incluye en sus obras la capacidad de interpelación de los espacios naturales: desde el patetismo de Jakob van Ruysdael a la tranquila solidez de las formas de Cézanne que intentaba hacer visible, decía, aun el aroma del paisaje.
    David López Panea ... mantiene tenazmente el temple del paisajista. Recorre los montes de Almería, incluso allí donde se pierde el sendero y no se sabe muy bien cómo bajar, rastrea la sierra de Grazalema o los entresijos de El Chorro. En su deambular no sólo encuentra señas naturales insospechadas, sino huellas de la acción humana: abandonados puestos de caza, restos de ingenios que un día llevaron agua a parajes hoy desérticos.
    Sus obras, más que ser réplicas de estos parajes, levantan acta de las relaciones que trabó con ellos, de las ideas, a veces contradictorias, que despertaron en él. Su trabajo se mueve así en un espacio impreciso: no se sitúa fuera del paisaje (así lo convertiría en escenografía) pero también evita reducirlo a mero sentimiento. Por otra parte, sus paisajes poseen algo de crónica de un abandono: reivindican la dureza natural (hoy olvidada), su pujanza (siempre en peligro de ser esquilmada) y también aquellas obras (acequias o molinos) con las que hombres y mujeres de otro tiempo intervinieron en la naturaleza para habitarla más que para explotarla.
    Estas perspectivas tan diferentes encierran el riesgo de someter la naturaleza a nuestras ideas. Quizá por eso, López Panea sujeta sus paisajes a lenguajes plásticos precisos. Hace algunos años eligió el lenguaje que brota de la misma materia pictórica. La densidad del pigmento y la mirada cercana al objeto (ladera, roca, tierra) construían no una vista del paisaje sino su desconcierto al que me he referido antes. Ahora, esta carpeta, señala en otra dirección. Los impresos son parte de una larga serie de dibujos al carbón en los que López Panea emplea un lenguaje exclusivo del trazo. Sus dibujos evitan la mancha. La alternancia tonal entre luz y oscuridad se da sólo mediante líneas: ausentes en ciertos lugares, liberan la luminosidad del papel, y en otros se aproximan para evocar la densidad de la vegetación. Los dibujos tienen así ecos de la caligrafía característica de la plástica oriental.
    Los rasgos naturales se transfieren a determinadas calidades del trazo: la materia del carbón está unida al gesto que la deposita en el papel. Todo esto confiere al dibujo dosis de abstracción y también de ascetismo. Una y otro convienen a la entereza de los paisajes que frecuenta el autor. Son obras ciertamente duras pero tienen una importante recompensa, el ritmo. La mirada, sorprendida al principio, descubre después, poco a poco, los tiempos del paisaje. Tiempos que están inscritos en la figura quizá porque retienen la cadencia de los gestos del pintor, siempre inciertos porque no siguen libretto ni guión previos, sino que surgen del mismo toma y daca entre el autor y la obra. Intercambio que prolonga de algún modo el que se da entre viajero y entorno natural. Puede que esta sea la razón por la que estos dibujos retienen el desconcierto del paisaje y lo proponen a la mirada.

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