Textos

Teoría del paisaje a partir de la noción de lo sublime según Schiller aplicada a las obras de David Panea

Michel Hubert Lépicouché



  • Hablar del paisaje estimula tanto la mente como su contemplación logra despertar nuestros sentidos, de ahí que fuera motivo de elaboración de un buen número de teorías diversas -y a veces contradictorias- sobre el modo de relacionarnos con él. Pero si hay un punto en el que todas estas teorías están de acuerdo, es su estatuto puramente conceptual en el ámbito de la naturaleza que nos rodea, pues no existe en tanto que entidad física cuantificable, como una roca, la elevación de una colina, el mar, o un árbol que acabará como leña para chimeneas o como viga maestra en la construcción de una casa. Por tanto, como todos los productos de la mente, su elaboración es indisociable de un campo de reflexión multidisciplinar en el que los mejores abonos los aportan la estética, la lingüística y la filosofía.
    Como segundo preámbulo, debo advertirles que esta idea de unir el paisaje a la noción de lo sublime según Schiller me vino de la contemplación de los cuadros y dibujos que David López Panea dedica a la representación del paisaje, lo que explica la contribución de sus obras para servir de marco referencial a mis palabras, igual que les sirvieron de ilustración en septiembre pasado, con ocasión del VI encuentro del paisaje en Valdelarte, en la provincia de Huelva, que me hizo el honor de invitarme para comunicar esta misma ponencia.
    La noción de lo sublime le debe mucho a los románticos, tanto ingleses como alemanes, a partir del momento en que se apartaron de la filosofía de Kant que consideraba las entidades de “bello” y “sublime” separadamente. Es Schiller, en su tratado de Lo sublime, quien proporciona el nexo entre estas dos entidades, otorgando un “plus” a la belleza con la aportación de algo grande, de grandiosidad, de magnitud superior por parte de la imaginación. La palabra “sublime” evoca también la idea de “elevación” espiritual, una significación heredada de la palabra griega hipsos de la que sublime procede. Este lugar de elevación espiritual que se relaciona con hipsos se corresponde con la palabra mâqamât, que significa en árabe “estaciones de elevación espiritual”, muy presente en el pensamiento sufí, y que el artista cordobés Hâshim Cabrera utilizó como título para una interesante exposición organizada por la Fundación Botí hace algo más de tres años. En cuanto a la noción de grandiosidad asociada con la belleza, es decir, de magnitud superior, la debemos primero al escritor helenista Dionisio Longino que, en el primer siglo de la era cristiana, hace depender lo “sublime” del pathos, del éxtasis entendido desde el punto de vista de la Poética. En su teoría, Longino trata de lo sublime desde una perspectiva de un particular estilo poético compatible con el concepto de elevación espiritual, pasional, que desborda los límites de la razón bajo forma de “locura poética” inspirándose en las reflexiones platónicas en Fedro, o sea, en la locura como posesión divina. Se puede decir que el estilo que condiciona la relación de la poesía con lo sublime está habitado por una especie de “genus dicendi”, como el paisaje que se relaciona con lo sublime está habitado por un “genus locui”. Más tarde volveré sobre esta noción de estilo relacionado en la poética con lo sublime, centrándome en el recurso estilístico de la cesura en la poesía de Hölderlin, el poeta loco por excelencia.
    Shaftesbury fue el primero en señalar lo sublime como el orden supremo del paisaje. Shaftesbury antecede a Edmund Burke en este largo camino del pensamiento estético inglés hacia el romanticismo. Años después, en 1756 Edmund Burke publicó un ensayo en el que la palabra “belleza” resulta insuficiente para abarcar la totalidad de la noción de lo sublime. Para este precursor de la noción de lo “pintoresco” en Inglaterra, el estado más elevado del alma es lo inexplicable, el asombro. Más interesante aún, Burke atribuye a esta conmoción un papel fundamental en la producción de lo sublime. Con el asombro, dijo, “se suspenden todos los movimientos del alma con cierto grado de temor, de horror”. Horror ante los lagos sin fondos, las escarpadas y vertiginosas laderas de montañas que tocan el cielo, los laberintos boscosos en los que el sol nunca se adentra, etc. Este sentimiento del miedo, del horror que nos petrifica viendo lo que nos supera, es el que Plinio el Viejo experimentó en la playa de Estabia, en la bahía de Nápoles, contemplando la erupción del Vesubio que lo mató. La mayoría de sus compañeros habían corrido para salvarse pero él, que era un estoico, se quedó paralizado, asombrado del poder de la naturaleza y, tal como me lo imagino, solo ante el gigantesco espectáculo, fascinado, víctima de una conmoción que le produce un sentimiento de atracción y de repulsión a la vez, de maravilla y de terror, y que lo lleva a una sublimación de su percepción de la realidad. La actual erupción del volcán de Cumbre Vieja en La Palma nos da la medida de lo asombroso que tuvo que ser el espectáculo contemplado por Plinio en el siglo 79 de la era cristiana. Igual que la noción de paisaje, para Schiller la sublimidad es un disposición solo del intelecto, que le permite actuar al margen de la naturaleza, con lo cual el sujeto es capaz de adquirir conciencia de su superioridad sobre ella dentro de sí mismo, y fuera de sí mismo por cuanto ella le penetra todo su ser mediante sensaciones que alimentan su poder imaginativo. Y puesto que la naturaleza carece de poder sobre el sujeto, en la representación de lo sublime el campo queda libre para que la imaginación vuele con las alas de los románticos.
    Entre los más altos de estos vuelos, se impone la poesía de Friedrich Hölderlin, el poeta loco acostumbrado a quebrar el ritmo poético de sus escritos mediante el recurso estilístico de la cesura. Para Hölderlin, este quiebro del ritmo poético es una catástrofe provocada con el fin de que surja de la fractura creada un sentido distinto al que le estaba dando a su frase. Por tanto, la catástrofe creada por la cesura es una catástrofe del sentido. La explicación que ese poeta daba de su necesidad de provocar esa catástrofe del sentido es la siguiente: con romper la cadena de las representaciones gracias al artificio poético, se trataba de hacer que el espíritu dejara de asociarlas con su acostumbrada sensatez para no percibir más de la realidad que su disposición a ser fuente de enigmas. La novelista Bettina von Arnim dejo escrita una curiosa anécdota: a Hölderlin la princesa von Homburg le regaló un piano, y poco tiempo después éste le cortó la mayoría de las cuerdas, pese a lo cual se pasaba largos ratos tocándolo. Ahí, en ese hueco silencioso de las notas sin cuerdas, podemos ver una metáfora de esta cesura presente en su poesía, una catástrofe silenciosa que modificaba el curso del flujo musical dándole otro sentido.
    Para Hölderlin, la palabra es la que engendra el pensamiento, pues es más grande que el espíritu humano, que no es sino el esclavo de la palabra. Esta lanza su anzuelo al espíritu y, preso, sin posibilidad de escapar de este anzuelo, él pronuncia lo sublime, lo infinitamente grande, lo divino. También según Hölderlin, para que el espíritu devenga poesía, tiene que llevar en sí mismo el misterio de un ritmo innato. Solamente en este ritmo puede vivir y hacerse visible, pues el ritmo es el alma del espíritu. Toda obra de arte no es sino un solo mismo ritmo. En él la cesura es el movimiento de reflexión, el espíritu se revuelve y después, arrebatado por lo divino, se precipita a su fin. ¿Cómo interpretar estos versos de Hölderlin?: “Sin esperanza, lleno de dudas el sentido de los Hombres. Más el esplendor de la naturaleza alegra sus días y lejana yace la oscura pregunta de la duda”. El esplendor de la Naturaleza, que alegra los días del hombre, consigue alejar del pensamiento la oscura pregunta de la duda, afirmando mediante la palabra, es decir la poesía, el poder del espíritu sobre la naturaleza con su capacidad de sublimarla, como en el caso de la creación de la noción de paisaje, otro regalo divino de las palabras.
    Hablar de los catastróficos cambios de sentido que producen las cesuras en la poesía de Hölderlin, nos obliga a evocar también, cómo no, aunque fuera mínimamente, la teoría de las catástrofes elaborada por el matemático francés René Thom a finales de los años 50. Thom elaboró esta teoría tras la observación del comportamiento de sistemas aparentemente estables que suele degenerar en alteraciones de una norma constante bajo forma de discontinuidad, de divergencia o de histéresis. Con la discontinuidad, que de las tres alteraciones es la que nos interesa, los cambios que se producen son repentinos y pueden afectar por igual el transcurso de su desarrollo como su resultado, tal como podemos observarlo tanto en la poesía de Hölderlin como en los paisajes de David Panea.
    Para Augustin Berque, la relación del paisaje con la palabra es esencial. Según Berque, el nacimiento “oficial” de este producto inmaterial, puramente etéreo, ocurrió con la primera aparición en la historia de la literatura del nombre escrito que unos poetas, artistas o demás aristócratas del pensamiento eligieron para designar este concepto. Surgió primero en China, con la palabra shanshui, en el siglo quinto de la era cristiana, y habría que esperar al Renacimiento para encontrar escrito en Italia otro nombre para designar el mismo concepto: paisaje. Para llegar a esa invención de la noción de paisaje, había que salir del concepto utilitario de los campos, sinónimo de una atadura a la tierra mediante un trabajo alienante, para ver en los entornos mucho más que las posibles ganancias, mucho más que las posibles cosechas, y adivinar que entre todos sus frutos se escondía el deleite estético proporcionado por la belleza ambiental, fuente de ensoñación. Cuando paseaba por la campiña provenzal, a menudo Paul Cézanne acompañaba a los campesinos que iban con sus carros a vender su cosecha al mercado de Aix, la capital de la región. Caminando hablaba con ellos, bordeando de lejos la majestuosa Montaña Sainte Victoire tantas veces representada en sus cuadros. Al pasar ante tal o tal olivar, a Cézanne le comentaban el buen rendimiento que se obtenía de su suelo debido a la presencia de una fuente o, al contrario, de parcelas con poco valor difícil de arar debido a la abundancia de piedras. Pero nunca hablaban de la montaña. Jamás la miraban, no la veían, como si para ellos no existiese, eran incapaces de hacer el salto mental desde una valoración puramente utilitaria del entorno más inmediato, hasta una valoración puramente estética de las lejanías que las hubiera convertido en paisaje, es decir, hasta una despreocupación escandalosa de lo dura que es la vida para la mayoría de los campesinos, una actitud de una elite intelectual sinónima de ociosidad, de holgazanería y, como tal, solo exclusiva de unos pocos privilegiados cuyo único horizonte es el recreo placentero.
    En su libro Introducción al discurso del cuadro, François Wahl elige el paisaje del cabo de Formentor como campo de investigación para proceder al análisis de lo que nos “dicen” los cuadros. Para empezar nos advierte de que no hay ninguna imagen muda, es decir, sin enunciado, sin mensaje, incluso, tratándose de la pintura, sin deseo, como por ejemplo el color desea la luz. Con lo cual, para Wahl, una pintura de un paisaje como el cabo de Formentor, o incluso la imagen que nos ofrece este cabo visto directamente al natural, debe verse, o mejor, debe leerse como una frase. Según el lingüista Benveniste, debemos convencernos de que no podemos entender nada que no sea reducido al lenguaje. Y explica que todo análisis lingüístico supone un doble movimiento, de segmentación (fonemas, palabras, etc.) y de integración para desembocar en la constitución de una frase. Por tanto una frase constituye una totalidad que no se reduce a la suma de sus partes, igual que un paisaje para ser considerado como paisaje. Si el paisaje tiene un sentido, sentido que es lo que nos dice cuando lo contemplamos, solo puede ser más allá de lo que en él está enunciado, es decir, más allá de sus partes consideradas individualmente. Para la mirada, un paisaje se constituye con una serie de relaciones entre sus distintas partes, y la manera con que éstas se unen, una con otra, responde a las directrices de una organización, de una geltasen, perfectamente estructurada hasta formar un sistema (relaciones entre lo cerca y lo lejos, claridad y sombras, componentes formales fuertes o discretos, contrastes y colores, etc.). Cuando Whal dice que el paisaje nos habla, quiere decir que se presenta ante todo como un discurso susceptible de ser analizado, y la Gestaltresultante formará parte de este análisis. Y, puesto que para Whal el paisaje es una frase, como tal es un enunciado. De hecho, se estructura como si fuera un conjunto de relaciones interdependientes, la organización de este conjunto no se produce de cualquier manera: implica una cadena de determinantes y de determinados. Elaborar esta combinación de proposiciones principales y subordinadas es el trabajo del pintor, un arte cuya razón de ser es conseguir ponerlas en evidencia.
    No es mi propósito realizar aquí un análisis estructural de estas “frases” que pinta David Panea con tanta personalidad, pues para ello necesitaría como mínimo tener la oportunidad de pronunciar otra conferencia. Solo me limitaré a recalcar la grafía particularmente dinámica de la escritura de sus frases plásticas. Los cuadros de este artista jamás dejan indiferente. La composición de estos paisajes se organiza mediante un ritmo de trazos muy incisivos, un nerviosismo palpable en toda la obra que parece responder a una clara intención de huir de la quietud armónica. De dar la espalda al equilibro perfecto. La representación plasmada transmite una afirmación muy poderosa del dominio del artista a la hora de interpretar los paisajes con los que se enfrenta pinceles en mano. Son composiciones rotundas, nos hablan sin disimulo alguno de lo que tienen que transmitir: la fuerza de una afirmación con el fin de lograr con su maraña de trazos el máximo impacto visual. Sin embargo, a pesar de lo inquietante que resulta, el caos de la composición nunca deja de cumplir con la vocación estética en la que se funda cualquier impulso artístico. Es allí, en esta combinación de fuerza caótica con su logro estético, donde reconocí el valor de ejemplaridad de estas obras para poder hablar del paisaje a partir de la noción de lo sublime. En definitiva, una afirmación de poder, de poder impactante de un artista capaz de trascender la naturaleza.
    Antes de concluir, debo recordar también que los pintores especializados en la representación de paisajes nunca fueron los más considerados. En su tratado De Pictura, que apareció en el año 1435, Leon Battista Alberti recomendaba ya que un cuadro debía ser el lugar de una narración, es decir, debía contar al espectador una historia capaz de reflejar las pasiones humanas. Este tratado fue la biblia de los pintores hasta la consagración del romanticismo a partir de la segunda mitad del XVIII y en el XIX. En la época barroca la organización académica del gremio de los pintores era muy jerarquizada: de las grandes contratas oficiales se beneficiaban casi exclusivamente los pintores de historia. Les seguían los retratistas, aún bastante cotizados en el mercado hasta la invención de la fotografía. Solo en tercera posición venían los paisajistas, eso sí, dejando detrás de ellos a los pintores de bodegones, los parientes más pobres del arte pictórico. En los grandes talleres artísticos donde trabajaban muchos ayudantes, como el de Rubens por ejemplo, el especialista en pintar paisajes nunca podía contribuir a la narración de la historia reservada al maestro. La edad de oro de la pintura de paisajes coincidió con el impresionismo, pero enseguida los aportes revolucionarios de Paul Cézanne le quitaron este protagonismo, excluyéndolo de su legado a las vanguardias del siglo XX. El declive fue definitivo, salvo algunas excepciones como por ejemplo con el receso cultural en la época franquista, caracterizado por una censura férrea, pues no hay socialmente nada más neutral que la representación de un paisaje, razón por la cual muchos artistas academicistas se especializaron en este género para no tener problemas. Ciertamente hubo excepciones notables, pues no todos cayeron en la trampa de ese trampolín de la mediocridad cuando uno se apoya en la perfección para decir muy pocas cosas: la Escuela de Vallecas, claro, sí supo decirnos algo. Y Ortega Muñoz, que supo, con mucha intuición, con mucha sensibilidad, evitar la trampa de ese trampolín reduciendo a la máxima sencillez su representación de los paisajes, olvidándose de todos los detalles superfluos, para centrarse mejor en la estructura de sus composiciones, deslizándose poco a poco hacia una abstracción que le sitúo en el grupo de los mejores artistas del momento.
    Huelga decir que, al contrario de la preocupación de los fotógrafos por su entorno, muy pocos pintores se dedican actualmente a la representación casi exclusiva de paisaje como David López Panea. Hay que ser muy valiente para navegar a contracorriente de las modas que condicionan las tendencias del mercado.
    Volviendo a esa desestabilización de la armonía compositiva en sus cuadros, el cambio de sentido logrado con la creación de esa brecha estructural es lo que a David López Panea le permite distanciarse artísticamente de los modelos que le ofrece la naturaleza, tantas veces protagonista de obras insípidas firmadas por los academicistas. Solo alejándose de la realidad es cómo la imaginación puede robarle a la naturaleza su secreto de grandeza, de descomunal, de lo no humano, para alcanzar esa mezcla de belleza y de estupor que caracteriza lo sublime y que debe ambicionar todo arte verdadero.

VOLVER